Cada mañana Roberto se levantaba sin necesidad de poner el despertador. No había nada que le inquietara o le pudiera robar el sueño, ni si quiera las preocupaciones, los movimientos nocturnos que protagonizaba la hojarasca seca bajo su ventana, la respiración entrecortada de los fantasmas de su armario o el latido del corazón de todos y cada uno de los libros que apilaba por los rincones de su habitación.
Se levantaba de relativo buen humor, siempre con los dos pies a la vez, intentando aferrarse a la tierra con los dedos y estirando los brazos para rozar el cielo y lavarse la cara con él. Guardaba en una pequeña caja marrón todas las legañas que podía..., para él eran la representación física de sus sueños y eso era importante. De esta manera lograba tener todos sus sueños en una pequeña caja en el fondo del segundo cajón de su cómoda y así se sentía orgulloso.
Después de desayunar un vaso de zumo y de vestirse lo más favorecedoramente posible, salía a la calle a dar un paseo sin prestar demasiada atención a los lugares por donde pasaba ya que se los sabía todos de memoria…, era la consecuencia de ir al mismo sitio cada mañana. Mientras paseaba, Roberto sacaba de sus bolsillos unos minutos envueltos en papel maché de diferentes colores y que, curiosamente, nunca sabía de qué sabor iban a ser hasta que les quitaba el envoltorio y se los metía en la boca. Eran las sorpresas de aquellos minutos que le rodeaban… Justo el que tomó esa mañana era dulce. Suave sabor a buenos presagios, pequeña esfera azucarada que jugaba al fútbol con su lengua haciendo un ruido de tic tac.
Se sentó en el mismo banco de siempre dónde la perspectiva de aquel parque inmensamente verde le hacía sentirse un poco Adán en el paraíso, disfrutando de todo aquello que recibía de la vida sin pedir nada a cambio. Era lo que solía hacer…, eso y esperar. Esperar a que los minutos de su vida se le derritieran en la boca mientras jugueteaba con la tela de los bajos de sus pantalones vaqueros, rumiando ensoñaciones con los ojos cerrados que vomitaba nada más llegar a casa.
Pasó media hora, una, o quizá dos, cuando alguien se sentó a su lado con cuidado de no molestar. Fue tan sigiloso que Roberto no se percató de su presencia hasta que notó que su propia respiración parecía estar haciendo un dueto con otra. Abrió los ojos, torció la cabeza y lo vio allí, mirándolo, jugando con las mangas de su camisa, cavilando sobre quién sabe qué, espiando las pupilas de Roberto bajo sus párpados…
-¿Quieres un caramelo? –le preguntó aquel extraño
-¿A qué sabe? –contestó Roberto sin titubear.
-A eternidad.
-Vale, entonces dame uno…, pero sólo si lo compartes conmigo.
-Hecho. –dijo sonriendo mientras lo desenvolvía con suma delicadeza y se lo entregaba.
Audio: BSO Tokyo sora - End Title