lunes, febrero 27, 2006

Escapemos.

Escápate conmigo. No cojas nada, no te hará falta, no cojas ropa, con mi piel tendrás suficiente, llévate la vida y sus certezas, depende de cómo sean las podrás meter en tu bolsillo o deberás llevar una maleta. Sal corriendo, coge el coche, pisa el acelerador de los momentos y ponte a mi lado en un segundo…, sano y salvo, yo te espero sentado en la plaza circular con la sonrisa pintada.

Me quiero escapar contigo, gritarlo por la calle hasta llegar a la plaza, subido en los patines de la valentía, empujado por las fuertes manos de la seguridad de lo que siento y quiero, no llevar nada de equipaje porque cuando vengas a recogerme y te vea caeré en la cuenta de que lo tengo todo. Quiero escaparme, no huir, quiero atesorar cada huella que dejemos en el suelo como señal de que hemos existido, nos hemos encontrado y hemos andado, a veces juntos, a veces separados.

Quiero correr a tu lado y que sólo nos persiga nuestra sombra, sin miedo a ser apresados, escapar a un sitio real, no inventado ni soñado, donde el viento nos insufle libertad a los pulmones y nosotros, henchidos de ella, dejemos de tocar suelo poco a poco y empecemos a flotar y a vivir la vida que siempre quisimos.

Escápate conmigo. No necesitamos a nadie más…, eso sí, no te olvides de ella, esa a la que hay que alimentar día a día y que tantas satisfacciones nos da. Sí, lo prometo…, prometo dejarla dormir en la cama. Es demasiado valiosa como para abandonarla por cualquier parte. Cuidaremos de ella..., de nuestra magia, esa que surgió al encajar las piezas del puzzle de nuestras vidas. Ven, métela aquí, en la mochila, al lado del bolsillo de los recuerdos, que no se pierda, y escapemos…, escapemos aún más lejos, ¿vale?

Audio: Sia - Breathe me


jueves, febrero 23, 2006

Odia, luego existe.

Él odiaba hacer las cosas por obligación tanto como odiaba que alguien escupiera en su presencia sin el menor miramiento y que, finalmente, terminara por limpiarse el egoísmo de la comisura de los labios como si no hubiera pasado nada.

Odiaba que las miradas y la verdad, a veces, fueran por caminos diferentes y en coches de distinta cilindrada. Quería bajarse, esperar a que ambos chocaran, aunque fuese por accidente, correr hacia ellos y revolcarse entre los jirones de metal aun ardiendo. Hacían daño, pero, al fin y al cabo, eran rasguños sinceros.

Odiaba que los kilómetros que separaban un lugar de otro no fueran sólo números enmarcados en señales de tráfico, sino que, para él, también eran caricias diluidas, miradas evaporadas a través de la ventana, momentos perdidos en un laberinto de minutos, abrazos no dados, latidos arrítmicos, pupilas incompletas, emociones danzando como peonzas perdidas sin una espalda dónde bailar…

A veces odiaba elevarse, aunque se sintiera fenomenal allá arriba, porque sabía que, en algún momento, volvería a caer… No sé si uno puede caerse sentado en el asiento de un autobús, pero él se caía, justo a la hora de regresar él se caía.

Odiaba, y sabía que mientras que el odio no ejerciera de antifaz y le dejara ver todo con claridad no debía preocuparse. Odiaba, luego existía.

lunes, febrero 20, 2006

Shhhhhh... silencio, por favor.


Silencio de momento…, un “de momento” acompañado de un “de repente”, a su vez, el silencio me acompaña, me habla al oído, me acaricia como el aliento de un amante en una noche pegajosa, me insufla magia, me aporta nada, me quita el sueño y se lo queda. Me trae recuerdos, viene él y se acuesta a mi lado, silencio detrás de mi nuca, mosquitos que no me dejan dormir porque se dedican a bailar de la mano…, veo mi reflejo en el espejo, estoy solo con él, me sigue diciendo cosas al oído.

Lo conozco…, es ese ruido que inunda el silencio el que me habla a la oreja cada vez que me quedo a solas con alguien o conmigo mismo. Me acompaña en el ascensor cada mañana, me sigue por la calle, me habla, me distrae, me es necesario, me hace más daño que los gritos de los moradores de un manicomio a media noche.

De pequeño solía bucear por estar en contacto con el peculiar silencio que se extendía bajo el agua. No abría los ojos, simplemente escuchaba el silencio del agua y me hacía el muerto. Muchas veces deseé estarlo, quedarme ahí abajo, oyendo aquel silencio eternamente.

Siempre me quedará él. A veces mi amigo, a veces mi enemigo, a veces me folla y otras me mata, pero sé que siempre estará ahí, jugueteando conmigo.

Shhhh, ¡silencio!..., que me está hablando el silencio.

Audio: Air - All I need


jueves, febrero 16, 2006

Sr. Dolor, ¿una o dos de azucar?


Empecé a restregarme las sienes…, apretando, sintiendo ese leve dolor que aprisiona las ideas por un momento y que no sabes bien si es placer o todo lo contrario. Todo se recubre de un "pseudodolor" paralizante que me doy cuenta que saboreo cuando dejo de hacerme círculos en las sienes con mis propias manos. Luego sólo hay levedad y las ideas que te golpean de nuevo en pleno cráneo.

El dolor…, ese dolor que, confieso, me gusta que me visite de vez en cuando. Esta mañana, por ejemplo, cuando me he mordido sin darme cuenta dentro de la boca, justo en las suaves paredes que sirven para que la lengua juguetee, me he sorprendido dando un respingo al sentir ese pellizco fortuito, y, tras despertar en mí una sensación conocida, he mordido a conciencia, cogiendo el trocito de carne aún dolorido con la punta de los dientes y estirándolo hasta notar el ferruginoso sabor de la sangre bañando mis papilas gustativas.

Mucho ojo, hablo del dolor voluntario, no del impuesto (ese es una putada y no pretendo sacarlo a colación) y cuidado también, no me refiero a nada de infligir dolor en plan sadomaso o masoca, ni tampoco nada de autolesiones, no me malentendáis, eso no me atrae en absoluto, es algo más sutil y lejano que todo eso. Es la capa fina que recubre a un dolor mucho más adictivo, inofensivo e incomprendido la que me gusta romper de vez en cuando, como traspasando un sitio prohibido o vedado y que es propiedad del destino.

Ahora mismo toco la abultada herida de mi boca con la punta de la lengua y escribo en ella: sólo son sensaciones, somos amos de ellas aunque no lo parezca. Y pienso que, aunque todas mis palabras anteriores puedan sonar algo “chocantes”, para mí es mucho peor cuando jugamos con el dolor de dentro, no el del cuerpo, sino el del alma. Yo con ese no juego... Puedo tirarme una gota de cera en la mano con la vela que adorna la mesa de alguna tarde de café con amigos pero, sin embargo, intento no morderme por dentro, no hacerme daño a mí mismo, ni sangre, porque para mí es mucho más grave ese daño interno autoinflingido que el externo del que he hablado.

Y mezo la sensación de dolor dentro de mi boca, le canto una nana para que se calle, y, mientras, pienso que a su hermano gemelo, el malo, ese que se inserta por dentro y es mil veces más dañino, hay que dejarlo quieto, con ese dolor no hay que jugar…, e, irremediablemente, me viene una pregunta a la cabeza: ¿por qué está peor visto el dolor externo del que hablo que el interno que, estoy seguro, practica mucha más gente con consecuencias mucho más dolorosas?

Mierda, me escuece la herida…, aunque, claro, mientras no me escueza el alma…

lunes, febrero 13, 2006

Una historia más que sobrevuela en mi cabeza.


Como viene siendo habitual, hago un alto en el camino para sentarme en este banco a contaros otra historia que, aviso dede el principio, no es real ya que me pongo en el punto de vista de otra persona, todo es fruto del viento de las ideas golpeando mi cabeza. Espero que os guste.

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Traspasé el umbral de la puerta de aquel hotel subida en mis zapatos de aguja y con una sensación de inquietud e irrealidad difícil de explicar incluso en los típicos momentos de confesión entre amigas en una noche de borrachera. Esas ganas de hablar, de sentarme y expresar lo que siento en cada momento son para mí casi como un asunto meteorológico. No sé que va a pasar al día siguiente, si me voy a levantar con una nube en mi cabeza, si van a salir rayos por la garganta o, si por el contrario, un sol pegajoso va a derretir mis dientes y hacer que se queden así hasta que una lluvia de lágrimas los abra sin más remedio.

Mucha gente cree (que no es lo mismo que lo piensen, ya que la mayoría de las personas creen en cosas que no piensan) que es la vida la que te pone delante una serie de obstáculos que tienes que sortear poniendo en práctica la más diversas técnicas que, o bien te han contado, has visto con tus propios ojos o has tenido que improvisar haciendo alarde de los recursos que vas guardando para cuando encuentres pareja y vivas con esa persona la mayor improvisación del mundo: una relación sentimental.

Pues no, no es la vida la que te pone ese tipo de obstáculos delante, son los hombres los que se encargan de que tengas una existencia parecida a una paella repleta de trozos que no te gustan (en mi caso los pimientos y los guisantes), los cuales debes de sortear con cierta habilidad y que si, casualmente, cae en tu tenedor tienes que comer por educación, por vergüenza o por el qué dirán el resto de los comensales que se reúnen alrededor de la mesa.

Bajé de la habitación del hotel con esa idea en la cabeza. Se me ocurrió en la ducha, le di forma a lo largo de mi solitario desayuno, la mascullé en el ascensor que bajaba los pisos con la misma rapidez con la que intentaba olvidarme del tío desnudo al que había dejado en la cama y la expulsé en forma de nota que dejé al recepcionista del hotel y que entregaría a aquel tipo nada más bajar: “Espero no encontrar nunca un hombre que lo haga todo tan mal como tú. Por no saber, no sabes ni roncar. Olvida la confianza que deposité en ti y que se fue por tu uretra tan rápidamente. Por no saber, no sabes ni amar”. Al dársela me di la vuelta de inmediato y me alejé taconeando de aquel hotel. No quería ver la sonrisa del joven recepcionista ni la satisfacción de sus ojos al comprobar que alguien de su especie se había comportado cómo él siempre había deseado actuar.

Me fui a casa y lo primero que hice al llegar fue comprobar que el parpadeante cero de mi contestador automático seguía allí. Me quité los restos de maquillaje como si quisiera corroborar que las pautas de mi vida, esas que se repetían una y otra vez en cada una de las arrugas de mi cara, no se habían movido de su sitio, me senté en la cama, me quité la peluca, las tetas postizas, las medias y el liguero… Volví a ser el hombre que siempre fui, sin embargo, ¿por qué sentía ese dolor que sólo las mujeres sienten?

jueves, febrero 09, 2006

Escogiendo un recuerdo.


Ayer vi una película llamada Wandafuru Raifu (casi na) y en ella se tocaba el tema de los recuerdos. Más o menos viene a tratar de un grupo de personas que se dedican a entrevistar a un listado de gente de lo más cotidiana. Los meten en una habitación y les van preguntando uno a uno con qué recuerdo se quedan de todos los que han ido acumulando a lo largo de sus vidas…, el más importante, el que más feliz les hacía. Conforme avanza la película uno se va dando cuenta de que todos están muertos y que la razón de buscar el recuerdo que más felicidad les causaba era para que los “entrevistadores” los pudieran recrear, escenificar, grabar en video, dárselos a sus propietarios y que, finalmente, éstos pasaran a la eternidad con la sensación tan buena de ese recuerdo y olvidar todos los demás.

En la película dicen que empezamos a generar recuerdos a partir de los cuatro años, que es raro que la gente recuerde cosas antes de esta edad. Yo, sin embargo, recuerdo perfectamente una pesadilla que tuve con, a penas, dos años. Veía peces, o formas de peces, por todos lados…, en las rejillas de la persiana, en la foto de boda de mis padres, en las sombras de la pared, en los plieges de las sábanas, detrás de los jarrones, en la puerta, allá dónde mirase, vamos… Mi madre me dijo que tuvieron que llamar al médico porque no paraba de llorar. ¿Puede ese traumático momento con el pescado ser la razón de mi homosexualidad?...

Chorradas a parte, no voy a contar aquí el recuerdo que yo habría elegido, tendría que pensarlo durante tres días (que es el tiempo que dejaban en la peli), y sería pensar demasiado, pero lo que sí quería remarcar es una frase que me encantó y que pronunció alguien que no pudo encontrar ese recuerdo hasta que descubre algo de un antiguo y olvidado amor:

“Busqué dentro de mí cualquier recuerdo de felicidad, pero no lo encontré. Con el tiempo aprendí que yo fui parte de la felicidad de alguien y que éste es el verdadero recuerdo que me hace feliz y con el que me quiero ir”

Bien por él…, bien por él y bien por todos los que piensen como otro de los personajes que se negó a quedarse con un sólo recuerdo…, no porque no pudiera o no recordara nada, sino porque no quiso. Yo tampoco quiero quedarme con uno, quiero atesorarlos todos, buenos y malos, seguir alimentándolos y pensar, con una sonrisa en los labios y aún sabiendo que atesoro momentos imborrables, que mi mejor recuerdo está aún por construir :)

lunes, febrero 06, 2006

Cadena literaria.

Recogiendo la cadena (me niego a llamarle meme) que ha iniciado Gianis y que consiste en copiar una cita de un libro con la que te sientas plenamente identificado, me dispongo, libros en ristre, a poner aquí la mía.

Al principio dudé en poner alguna impactante, sabia o de esas que te dejan las patas temblando, pero he caído en la cuenta de que ese no es el propósito de esta cadena, sino poner una con la que te sientas totalmente identificado. Así que allá va:


“Pues así era. Así se jugaba a teruteru. Corrías por el valle y mirabas cosas que no podían verte a ti mirando, las cosas del exterior que no conocías pero que necesitabas conocer: escudriñando a la gente, al mundo, para obtener la mejor historia, para la verdad.”


Este trocito está sacado de El hombre que se enamoró de la luna de Tom Spanbauer y, aunque explicar el por qué no está dentro de la cadena, yo lo hago. Me gusta ese trozo porque yo juego mucho teruteru, es casi mi deporte favorito. Observar, escudriñar para obtener la mejor historia, pero no sólo a los demás o a tu alrededor, sino jugando teruteru con tu propia vida, para sacar de ella la mejor historia.

Después de esto paso de nuevo el testículo a:

Recordarles que las torturas propuestas por Gianis si se rompe la cadena no son muy agradables, hay fuego, fallas y falleras, debemos darle gracias que no haya metido ningún personaje de Gran Hermano por medio. Ahí queda...

viernes, febrero 03, 2006

Coloreando blanco.



Allí todo era blanco. Paredes blancas, suelos blancos, batas blancas, intenciones blancas, dedos blancos que te dicen

Suba a la primera planta, segundo pasillo a la derecha, allí encontrará la habitación 104, ascensores blancos que abren sus puertas y te empujan a unos pasillos blancos y, a su vez, te hacen dar cuenta que tus pasos no son blancos, son inseguros, temerosos, lentos y de una tonalidad que contrasta con todo aquello porque las huellas que dejas son negras.

Me acerco a la puerta de la habitación y te veo de perfil, mirando hacia la pared, que me aventuro a adivinar es blanca, como si sobre ella estuvieran proyectando tu vida en diapositivas. Me paro en seco y me apoyo en el quicio, silenciosamente, mirando la luz que sale por debajo de la puerta, una luz blanca que refleja en mis zapatos pero que no puede atravesarlos para, así, intentar subir por mis pies y salir directamente por mis ojos.

Abro la puerta y entro. Pestañeas y, girando la cabeza a cámara lenta, terminas por clavar tu mirada en la mía. Pasan varios segundos, me sigues mirando y leo la lejanía en tus ojos blancos…, iris blanco, pupilas blancas, lejanía blanca, paredes blancas.

En un ataque de ira me arranco la mochila, escarbo y saco de dentro unos lápices de color que dejé olvidados hace mucho tiempo. Los cojo y me dirijo hacia ti, te agarro tiernamente la cara, te abro los ojos y, sobreponiéndome al escalofrío del blanco que me mira directo, empiezo a pintártelos de marrón/verdoso, en círculo, intentando que queden como antes…, vivos, con tu mirada de niño, con su puntito negro y nervioso en el medio, ese que todo lo escruta, ese que en tantas ocasiones he mirado para intentar colarme por él en tu interior sin tener que pagar entrada.

Termino de pintarte los ojos, cierras los párpados y, al instante, vuelves a abrirlos.

-Eres tú –me dices.

-Sí, soy yo, y ahora tú también eres tú -sonrío.

-Se está muy solo en el blanco, no te vayas.

-No te preocupes, me quedo contigo... ¿Pintamos estas paredes con los colores?

-Sí, pintemos juntos -dices mientras demuestras una vez más que tu sonrisa de niño nunca debe dejar de adornar el color de tus ojos.


Audio: Mandalay - Not seventeen (Pincha aquí si quieres descargarla)